Cuando era niño, nueve años, participé en
un concurso de la Radio Juventud de Motril, en el edificio de la Plaza de
Libertad, gané un balón de fútbol; para los niños de esa época eso era uno de
los grandes regalos al alcance de muy pocos. En una soleada y solitaria tarde
de mayo salí por primera vez a jugar con mi hermano Jesús, calle San Roque número 20, donde vivíamos; sin coches,
sin un alma por las esquinas, mi hermano le dio una patada al balón desde el
pasillo de entrada de la casa de vecinos y justo en ese momento pasó un policía
municipal; presto cogió la pelota, sacó una navaja y en un momento la hizo
trizas. Qué decir del enorme desconsuelo en ese momento y no poder hacer nada,
ni reprocharle al energúmeno semejante acción.
Con Liby me ha pasado algo parecido, seis
años en casa como un verdadero regalo, una sucesión de momentos que no
comprendía me obligó a llevarla a un cortijo en Puntalón donde había una
pequeña colonia de gatos que protegían a los aguacates de las picaduras de los
roedores, en el día de los enamorados. A finales de abril, me preparaba para ir
a renovar el carné de conducir, en el
lado derecho del lavabo siento como si saltara algo, una luz blanca desde el
suelo como solía hacer Liby; la luz se dirigió a la ventana que estaba abierta
y abombo la persiana como si hiciera un gran vendaval, emergió la palabra:
GRACIAS; para salir disparada en diagonal hacia arriba.
Esa misma tarde me llama mi hermano para ir al cortijo a la mañana siguiente, estuve buscando a la gatita y no estaba, no le dije nada de esta experiencia pero dentro de mí ya sabía que no iba a encontrarla; repetí en varias ocasiones sin resultados, pregunté a los vecinos, estuve en distintos momentos por los alrededores, contacte con alguna persona que lleva alguna colonia próxima al cortijo, sin resultados. Que desconsuelo! Mi mente iba por un lado, mis sentimientos por otro; el “policía de las pautas del destino” me arrebataba de nuevo, a mi alma de niño, mi juguete favorito.
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